Hay dureza en aceptar que el
tejido en común en el que te fuiste enredando por años, debe separar los hilos.
Recogerlos y volver a formar una bola para desenmarañarla en otro lado. Pesa.
No se hace con ganas cuando no puedes entender el sentido del desarme. Agobian
las imágenes que van viniendo a medida que tiras tus hilos de los suyos. Impresionan las pelusas
enredadas que van volviendo y que antes no reconocías. Limpias los hilos de a
poco porque no se puede de otra forma. La diferencia está en que sólo tú te
quedas con la aguja y te has llevado las dolencias de esconderla abajo tuyo o
en la almohada. Por eso hay que dejarla mirar el destejido. Al final, es la
única pieza que respeta el sacrificio que hubo en cada hilo.
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